"Lugar"

por Naoto

Mi papá tiene una tintorería. Ahora está muy viejo y sólo toma los trabajos de sus clientes más antiguos. Es por una cuestión de no dejar el hábito de laburar para quien reconoce un trabajo bien hecho. Hay un vaciamiento en la labor manual. Las manos se mueven por sí solas, la mano barre la tela como un corredor. Se cose en cada prenda una etiqueta con su número de identificación. Los botones se descosen y se guardan en un sobre. Mi padre se sentaba por la tarde a coser los botones de sacos recién planchados. Su mano con la aguja enhebrada parecía un pajarito comiendo. Nunca fue un tipo charlatán. Los clientes llegaban al negocio con algún traje con el hombro descosido o la corbata con el forro arrugado y ellos mismos, empujados por el silencio, se ponían a hablar de sus problemas. Se desahogaban hablando de las orugas que cagan los hilos, de las babas del diablo que se ven volando en verano, de las latas de galletas. Delante del mostrador las paredes estaban cubiertas de espejos, sólo había plantas y un banco que se supone que va en el patio. Yo me sentaba ahí. Los clientes recién salidos de trabajar se acercaban al mostrador, apoyaban el maletín en la barra y se aflojaban la corbata. Mientras tanto, mi viejo les hacía la boleta y colgaba las prendas en el perchero del fondo, entre las botellas de ron y un cosecha tardía. Cuando volvía, agarraba el repasador y se ponía a limpiar las copas. A veces le invitaba otro trago a sus clientes cuando estaban muy deprimidos. Algunos lloraban. Llegaban con los ojos rojos, ojeras amarillentas y después de un par de frases se desparramaban sobre la tabla. Apoyaban los codos sobre la madera, como orando. El bar casi siempre cerraba a las tres de la madrugada.


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